SOBRE LA JUSTICIA (i)

 

Se está hablando, nuevamente, de un “Gran Pacto sobre la Justicia” (no sé por qué cuando escucho el hiperbólico término me temo que es pura vaciedad que sólo va a justificar un gasto más en comisiones, estudios, y otras invenciones) motivo por el cual creo que habría que reflexionar, antes de tratar los pormenores, en qué tipo de Administración de Justicia queremos, lo cual implica empezar por su naturaleza: ¿es la Justicia un Poder del Estado o un servicio público? La diferencia no es baladí, porque según los criterios meramente económicos que se viene aplicando a la cosa pública, de una u otra naturaleza se derivará su plasmación legislativa y su aplicación práctica. Por otra parte, se estructure de una u otra manera, hay que dejar claro cuál es su objetivo.

 

Las reflexiones que siguen constituyen mi actual opinión personal, basada en mi experiencia profesional, y en los cambios de impresiones que tengo a diario con varios operadores jurídicos. Fruto de esas reflexiones es la conclusión de que la Justicia sólo debe intervenir cuando haya interés público, pero que cuando mediante la Administración de Justicia se burocratiza el interés meramente privado el resultado es contraproducente no sólo para ese interés, sino para la misma Administración de Justicia.

 

  1. La Justicia, Poder del Estado o servicio público

     

    Desde la Revolución francesa el Judicial fue uno de los clásicos Poderes del Estado. Fruto de muchas luchas y debates llegó a un punto en que fue eso: un poder del Estado al que se sometían todos. Independientemente de que esa teoría se aplicara totalmente en los casos individuales, estaba asumido que así debía ser, pero aprovechando los fallos de esa teoría, se fue conceptuando el Judicial más como servicio público que como Poder del Estado.

     

    1. La mercantilización de la Nación: la marca España

      He utilizado el pasado en el párrafo anterior porque actualmente derivamos hacia un vaciado de los conceptos esenciales del Estado constitucional que se quiso fraguar:

      La Nación ha devenido un concepto vacío, y, en España, perjudicado por equipararlo subrepticiamente con las “nacionalidades” a las que se refiere la Constitución de 1978, con la excusa de evitar confusiones se opta por referirse a la Nación como si fuera el Estado, conceptos que se intuye que no son iguales, teniendo la primera unas connotaciones positivas, todo lo contrario que el Estado, al que asociamos más bien con poderes represivos: el Ejército, la Policía o, aún más temible, la Hacienda Pública. ¿Cuántas veces se refiere algún político o algún periodista a España como Nación? Pocas, por ser generoso, y, seguramente, porque no se obtiene el rédito deseado del público, desacostumbrado ya a identificar a España con una Nación. Y es que la vida pública ha pasado a guiarse principalmente por un criterio de beneficio, olvidando lo común a favor de lo particular.

      La mercantilización en todos los ámbitos ha alcanzado también a la Nación: cuando el Gobierno se esmera más en patrocinar España como “marca” que como comunidad nacional, es normal que se pierda el sentido, que abarcaba tanto una tradición común, como un proyecto de futuro, y que se actualizaba mediante un intento de aunar voluntades en virtud de ese pasado y con la esperanza de mejorar en el futuro. Cuando España se convierte en una “marca”, los representantes de la Nación devienen una suerte de accionistas de la marca, y por ese motivo no les interesa la comunidad a la que deberían representar, sino el dividendo que se quieren repartir; es sintomático que sea una rareza ver a un Diputado dirigirse a la Nación, y que lo normal sea ver el Congreso convertido en un campo de singulares lides en las que se personaliza el discurso para dirigirlo a un Diputado en concreto.

      Ante esta realidad, en la que nadie se atreve a firmar el certificado de defunción de la Nación, aunque todos la den por perdida, aún nos quedaba el amparo del cuerpo del que esa Nación es el alma: el Estado. El Estado es la parte que se siente de la Nación, se articula a través de sus Poderes: Legislativo, Ejecutivo y Judicial. Todos ellos en grave crisis, atacados a lo largo del siglo XX por teorías y prácticas que, intentando resolver los problemas, nos han dirigido a un cambio tal que se hace difícil reconocer en esos Poderes lo que sus primeros teóricos quería que fueran.

      El Legislativo ha sufrido, y sufre, constantes ataques justificados por la ligereza con que actúan sus miembros: desde el modo en que son elegidos hasta su actuación y retribución, está adquiriendo las características de los privilegiados de una sociedad estamental, contra cuyos peligros se creó. Aún así tiene el suficiente prestigio y poder para que resulte un Poder rentable y, siguiendo los criterios políticos actuales, le queda un largo recorrido puesto que genera pingües beneficios, sin que aún se haya calibrado a qué precio.

      El Ejecutivo parece el gran ganador de los tres Poderes, pero está limitado por el peso de los poderes no estatales: el económico, el mediático y, a veces, el popular. A diario vemos noticias que dejan patente que es el más lucrativo de los tres poderes, al estar limitado por la voluble opinión pública y la lenta e ineficiente Administración de Justicia, se ha entregado a criterios meramente económicos con los que pretende justificar sus méritos, y, sobre todo, seguir obteniendo los inmensos beneficios que conlleva el ejercicio de este Poder.

      El Judicial ha sido la víctima inesperada de las crisis de los otros poderes: el Ejecutivo siempre ansioso por controlarlo, el Legislativo intentando atarlo mediante Leyes e intervención en sus órganos de gobierno. Por desgracia, además, su función se ha visto desnaturalizada: con la mercantilización de la vida nacional, ha desaparecido la vergüenza, de forma que el concepto “responsabilidad” se ha positivado hasta el extremo de existir solamente si la declara un Tribunal; así ya no hay quien asuma una “responsabilidad política” si antes un Tribunal no se ha pronunciado sobre los hechos, olvidando que la responsabilidad que declara dicho Tribunal será legal, civil, penal… pero no política. Así las cosas las complejas tramas creadas por los políticos, amparadas en las leyes que ellos mismos hacen para facilitarse el incumplirlas, derivan en responsabilidades que se ventilan antes los Tribunales, y no en otros foros más apropiados, pero que requieren de un desaparecido sentido del honor. Si “la casta”, como algunos han dado en llamar al estamento político, hace las leyes y las ejecuta, pero sólo se somete al control judicial, basta con que infradote de medios a ese Poder para evitar que pueda actuar con la rapidez y firmeza que debería exigírsele.

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